A primera vista toda persona con conciencia social puede entender cuáles son los objetivos básicos que se proponen gobierno, judicatura y policía con la gran oleada represiva desatada, sobre todo desde el 2011, contra los activistas sociales, y últimamente en especial contra los anarquistas (el paroxismo ha llegado con la detención de 5 jóvenes anarquistas en Cataluña el pasado mayo [2013]): que cunda el miedo, desmovilizar y criminalizar. Sin embargo, creo que detrás de estos rudimentos tácticos se oculta una estrategia de mayor alcance.
Cuando surgió el 15-M la mayoría de resortes del Estado, tanto los políticos como los propagandísticos, hablaron de “movimientos violentos” y “antisistema”, de “guerrilla urbana” (en definitiva, el corolario de siempre) después de que una congregación de manifestantes impidiera, sin emplear otra compulsión que la que suponía su presencia y número, la entrada de los diputados en el Parlament de Catalunya. Sin embargo, el alto índice de aceptación popular que según las encuestas tenía el 15-M les desaconsejó meter todos los huevos en la misma cesta. Fue cuando Felip Puig (entonces Consejero de Interior de la Generalitat) empezó a cacarear la teoría de “grupos violentos” infiltrados en el 15-M.
Por entonces los sectores más rancios de la política española (los que no podían fingir el “buenrollismo” paternalista de ser del PSOE o de IU) empezaron su campaña, encabezada por Cristina Cifuentes y compañía, de descrédito contra la “falta de higiene” de la Acampada de Sol, su “ocupación ilegal” de la vía pública y su “perjuicio” a los comerciantes. En las tertulias televisivas (esos pesebres donde retozan esas criaturas a las que llamamos “contertulios” y que sólo sirven para fabricar opinión, tal y como los animales de granja fabrican abono) los profesionales de la doxa vomitaban a su vez la existencia de “evidentes conexiones” entre el 15-M y ETA; argumento siempre tan socorrido. (més…)